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Democracia, ciudadanos y periódico

PLAZA DE ABAJO

 

 

Democracia, ciudadanos y periódico

 

Javier Varela

 

 

 

Desde hace muchos años, ocho mil quizás, los señores gordos mandan en los pueblos, en los reinos, en las repúblicas, en los estados y en los municipios. Ellos son quienes no trabajan, sólo se dedican a comer, a beber, a dar órdenes y a administrar las ganancias. El resto de la población, la poblada mayoría silenciosa, sólo se dedica a sobrevivir, a trabajar en actividades sencillas y a obedecer resignadamente.

Sin embargo, hubo una cultura que trató de escapar a la maldición de los gobernantes panzones y mandones. Esa cultura fue la griega. 600 años antes del nacimiento de Jesucristo, cuando en todos los pueblos de lo que ahora es Europa, Asia y África la gente vivía sometida al dominio de emperadores, que no tenían otros límites que su corta imaginación y su amplia soberbia, en Grecia las personas se reunían en lugares públicos (llamados ágoras), sitios amplios donde cabían todos y libremente opinaban sobre la administración de la ciudad, sobre las necesidades sociales, sobre el comportamiento de los gobernantes. Todo se discutía. La gente acudía a hacer preguntas, a pedir información, a hacer reclamaciones, a expresar opiniones, a proponer soluciones. Todo mundo hablaba. Y los gobernantes escuchaban. Tenían el deber de poner atención a la voz del pueblo. Y tenían el compromiso de atender las demandas de aquella gente.

Se llamó ciudadanos a toda esa gente que acudía a la plaza pública a expresarse y hacerse escuchar. Ciudadano era el habitante de la ciudad; pero a diferencia del resto de la población, el ciudadano era una persona consciente de sus deberes y activo para exigir sus derechos. El ciudadano era un guardián del bien de la ciudad. El bien común dependía de la acción y de la vigilancia de los ciudadanos.

Sin embargo, es cierto que a pesar de la gran participación de los ciudadanos, no todo era perfecto en la Grecia antigua. Sólo eran ciudadanos una pequeña parte de la población: los hombres libres mayores de edad. Sólo eran ellos quienes podían darse el lujo de no cultivar la tierra, de no cuidar ganado, de no comerciar, de no ser artesanos, de no ser esclavos.

Las ocupaciones de los ciudadanos eran la política, el arte, la filosofía y los negocios. Con palabras de actualidad, podemos decir que vivían de sus rentas y de hacer grilla, y gozaban del privilegio de dedicarse a la vida intelectual y artística. Los ciudadanos constituían el 10 por ciento de la población, cuando mucho. El resto de la gente, es decir, mujeres, jóvenes, niños, comerciantes, agricultores, artesanos y esclavos se dedicaban a todas las demás ocupaciones. La política, los negocios públicos, el arte y la filosofía estaban reservados para los ciudadanos.

Tuvieron que pasar 23 siglos (2300 años) para que el pueblo francés se declarara en rebeldía y en 1789 parara el alto a los reyes, esos señores gordos, dedicados a la política, a los negocios, al arte y a la vida intelectual. El pueblo francés se levantó en protesta y reclamó participar en la vida pública. “Somos iguales por naturaleza”, “nada hace distinto al rey”, “debemos tener los mismos derechos de meternos a la política, a los negocios, a las bellas artes y a la ciencia”. Bajo el lema de “libertad, igualdad y fraternidad”, la Revolución Francesa acabó con la monarquía absoluta y declaró inaugurada la República, es decir, el nuevo orden social, donde todas las personas tenían igualdad de derechos; y el poder, ya sin control del rey, se dividió en tres: legislativo, ejecutivo y judicial, para que hubiera equilibrios entre la gente de mando. En adelante no habría más nobles que ningunearan a los plebeyos, porque la única nobleza digna de reconocerse era la que surgiera del trabajo, de la honradez, de la iniciativa personal, de la lucha por la felicidad propia y la de la nación.

A partir de la Revolución Francesa, el pueblo tuvo el derecho de elegir a sus gobernantes, con el fin de que llegara al poder la gente con más capacidad y con mejor voluntad de servicio, no los allegados al rey, que sólo servían para hacer fortuna y para mantener en orden a la población pobre y maltratada. A partir de la Revolución Francesa, el pueblo pudo soñar que las cosas serían como en Grecia: gente libre participando en la vida pública con la misma fuerza y la misma inteligencia con que lo hacían los ciudadanos atenienses.

Después de la Revolución Francesa han pasado un poco más de 200 años y las cosas no han cambiado mucho. Ya no gobiernan los reyes, ahora los gobernantes se llaman presidentes, gobernadores, diputados y jueces. Ahora el pueblo puede elegir a quienes dirigen los asuntos públicos. Pero el poder es canijo. En muy pocos casos los gobernantes dejan de apoderarse de lo que no es suyo; pocos son los gobernantes que permiten al pueblo expresarse libremente con la seguridad de ser atendido; contados son los gobernantes que cuidan el bien común.

Los gobernantes de las repúblicas se parecen mucho a los gobernantes de los reinos: administran el poder para enriquecerse, engañan al pueblo, niegan los derechos de la mayoría de la gente. Los gobernantes panzones de las repúblicas siguen ignorando al pueblo, como en los viejos tiempos de los imperios.

Pero también los ciudadanos de las repúblicas también somos muy parecidos a las personas sin derechos de los imperios. Los ciudadanos somos callados, resignados a seguir cruzados de brazos, aunque estemos viendo los abusos y las injusticias; criticones cuando estamos solos, pero serviles ante los que mandan. No reclamamos nuestros derechos, no pedimos cuentas, no nos damos cuenta de la realidad de los problemas, pocas veces hacemos propuestas y casi nunca metemos las manos por el bien de nuestro municipio. Son raros también los ciudadanos que hacen algo valioso en bien de su comunidad y del futuro de su nación.

Por eso tiene mérito que un grupo de ciudadanos teulenses (hombres, mujeres y jóvenes) hayan resuelto dejar la flojera, la comodidad de ver los toros desde la barrera, los mezquinos detalles que los dividen, y hayan decidido acercarse para platicar y ponerse de acuerdo. Pensar juntos y actuar juntos. Esa es la unidad original, la que vale, la que importa. Unidad en la diversidad. Seguir siendo distintos como personas únicas, irrepetibles, pero ligadas por necesidades, ideales y objetivos comunes.

Este periódico, Domingo 7, es resultado de la unidad, de la acción ciudadana y de las ganas que este municipio tenga voces libres, manos solidarias y acciones que se comprometen con lo que de veras vale la pena: el servicio, la amistad, el bien común y la convivencia sincera.

Estamos de fiesta. Es tiempo de democracia. Es tiempo de ciudadanos que participan. Es tiempo de ciudadanos que se comunican y empujan valores humanos a través de un periódico.

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